Desnarrar la metrópoli

Diego Valeriano no se reconoce como pensador político ni como analista de la coyuntura. Su entrada a la turbulencia de la realidad pasa por el filo zigzagueante de los gestos. Le gusta escribir, pero lo hace como quien traza una línea sobre un territorio para despejar los movimientos de vidas singulares en perpetua tensión. Eso es lo que salta a la vista en su más reciente proyecto de escritura titulado Eduqué a mi hija para una invasión zombie (Red Editorial, 2019). Por eso, más que un libro o dispositivo dotado de principios albergados en la tecnología de la crítica, la escritura de Valeriano le devuelve a la época una positividad descriptiva, que es, a su vez, una imagen anti-Sarmiento, pues es ásperamente destructiva con respecto a la totalidad de los aparatos pedagógicos y de los principios que intentan desesperadamente regular un mundo que ya no pude pensarse en el plano de lo proyección ni de la representación.

Sobre Eduqué a mi hija para una educación zombie (2019), de Diego Valeriano.
Gerardo Muñoz

Diego Valeriano no se reconoce como pensador político ni como analista de la coyuntura. Su entrada a la turbulencia de la realidad pasa por el filo zigzagueante de los gestos. Le gusta escribir, pero lo hace como quien traza una línea sobre un territorio para despejar los movimientos de vidas singulares en perpetua tensión. Eso es lo que salta a la vista en su más reciente proyecto de escritura titulado Eduqué a mi hija para una invasión zombie (Red Editorial, 2019). Por eso, más que un libro o dispositivo dotado de principios albergados en la tecnología de la crítica, la escritura de Valeriano le devuelve a la época una positividad descriptiva, que es, a su vez, una imagen anti-Sarmiento, pues es ásperamente destructiva con respecto a la totalidad de los aparatos pedagógicos y de los principios que intentan desesperadamente regular un mundo que ya no pude pensarse en el plano de lo proyección ni de la representación.

De ahí que no se reconozca en herencias políticas ni en pliegues internos del archivo. Su único pariente lejano es el no-saber de Fernand Deligny con quien comparte la destreza del estilo como errancia en lo real. Maticemos: elaborar desde ese entrevero requiere todo un rigor de escritura que abandona la gramática, devolviéndole cierta la fuerza al vocativo y al reino de la voz. Una intuición, la percepción de los gestos, una potencia descriptiva, un sentimiento que atraviesa un evento sin jamás intentar colocarlo en un plano superior de la historia; son todos merodeos en proximidad con la figura. En una época inmersa en la guerra civil, todos los aparatos se conjugan para administrar las lenguas con las que nos contamos lo que ocurre. Buena parte de lo que se entiende hoy por «política» vive también de ese sonambulismo. Por eso hablar de rigor está íntimamente ligado a desplegar una tonalidad que es informe, dejar ser su nomos musical. Esto quiere decir que el tono se aloja más allá del sentido de la apropiación para así medirse con la irreductibilidad de cada una de las formas de vida. Esa tonalidad solo posee un saber que Valeriano ha llamado un «tanteo intuitivo». Está claro que ya no se trata de elaborar un programa, una forma ideológica, o una vanguardia capaz de desocultar los arcanos políticos; sino, al contrario, todo pasa por asumir la intensidad que, en cada encuentro, abre a la vida a ser cualquier cosa en sus posibilidades.  Sabemos que hoy la experiencia es el único tejido que va generando zonas heterocrónicas. Esa es la música de la que hablábamos antes; una tonalidad que ya no manda. Así, Valeriano es un constructor de imágenes a partir de encuentros, y a su vez, estos encuentros generan verdades que emanan de las propias formas de vida.

Como había visto ya en la década de los setenta Giorgio Cesarano en Apocalipsis y revolución (1973), en una época claramente apolítica en la medida en que se encuentra integrada a la subsunción real del capital, se carece de sujetos centrales del conflicto, como también de narraciones compensatorias ante el borramiento de futuro. El mundo se vuelve una geometría física en la que la insurrección ahora se da en el plano de los cuerpos. Es solo allí que podemos configurar formas irreductibles del habitar. Por eso es que ni la escena de la fiesta ni el vitalismo de esas «vidas runflas» que erizan la metropoli poseen un privilegio escénico. La fiesta o el runflerío son descargas destituyentes al interior de la energía del mundo. Para Valeriano, estas figuras solo poseen el estatuto de una experiencia inequivalente. La idea de figura debe tomarse en toda su especificidad: figurar en un espacio supone, en cada caso, la posibilidad de encontrar un afuera del reino del destino proyectado. Por eso dice Valeriano en un momento del libro: » Educar para una invasión zombie no da cuenta de futuros felices, no mira hacia adelante, no proyecta metas. Es pura indefensión y nos re cabe porque ya no controlamos el destino final de las cosas».

Lo que se registra aquí es un cambio epocal que exige otras estrategias, pero también otros modos de hacer que son anárquicos no tanto por su oposicionalidad al estado, sino por su pulsión inconceptual, desde la cual desistimos a erigir principios en virtud de un nuevo ordenamiento representacional. El pasaje entre la proyección revolucionaria del partisano al deambular del existente runfla marca la posibilidad transfigurativa de la política misma (entendida como intensificación de la diferencia amigo-enemigo) que, en su recorrido entre las cosas del mundo, está en condiciones de despejar formas transitorias de la amistad a la altura de eso que llamamos pensamiento. Si la técnica-política nos llama constantemente a autodefinirnos o sujetarnos (ser sujeto), la destitución es, en cambio, la vía de escape en la desnarración del aparato social general. Desnarrar supone una escucha atenta al ritmo insondable de cada cuerpo.

El vórtice que instala Valeriano al interior de nuestra época aparece en esta pregunta: ¿cómo desnarrar la metrópoli en su fase apocalíptica? Desde hace años, Diego Valeriano ha venido desarrollando una mirada, un tono, una descripción, y una afección de una errancia de cuerpos indomesticables que insisten en un afuera. Estar afuera no es irse al campo, es vivir la existencia como fuga. En su brillo, la escritura Valeriano es la concreción del sabio post-histórico de Alexandre Kojeve que ha renunciado a las luces del concepto para entrar en la descripción de la cosas. Y sabemos que nadie puede gobernar sobre una descripción. Conocer al mundo hoy supone entrar en relación con su tonalidad experiencial escapando de las trampas de la mala fe moralista y de las demandas fideistas de una politicidad hegemónica. Así, la condición zombie es una fase acelerada del retiro sabático del hombre cuyo único saber se da en una temporalidad que destituye cada espacio, cada permanencia, cada habitar, cada orden, y cada unificación de mundo. En este sentido es que el zombie no es un ser, sino un cómo y un cualsea que pone el acento en ese afuera de la vida. No hay método viable: sólo hay que perseguir las verdades que sentimos en ese afuera, puesto que todo lo demás vendrá por añadidura.

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